INESTABILIDAD CONSTITUCIONAL ECUATORIANA.
En la Constitución Política de la República
del Ecuador, codificada y aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente
reunida en la ciudad de Riobamba el 5 de junio de 1998, los constituyentes
buscaron hacer coincidir dos hechos trascendentes en la historia del país:
Riobamba, la ciudad donde se realizó la primera Asamblea Nacional Constituyente
con la denominación de Congreso
Constituyente, y al terminar la redacción constitucional en un 5 de junio,
recordar la revolución liberal de 1895, tratando de dar de esa manera forma
democrática al contenido constitucional, y un mensaje de continuidad histórica.
Esta es la Constitución número diecinueve en la agitada vida del pueblo
ecuatoriano iniciada en 1830; a escasos cinco años ya se dio una nueva
Constitución la de 1835, otra en 1843, a dos años otra en 1845, en 1851, otra a
año seguido 1852, en 1861, 1869, 1878, 1883, 1887, 1897, 1906, 1929, 1945,
1946, 1967 y 1978.
Para evidenciar la inestabilidad política de
los inicios republicanos diremos que en apenas veintidós años tuvimos seis
Constituciones, a un promedio de una cada tres años seis meses. Parecería que el país se ha asemejado más a
un laboratorio que a un Estado, donde no se gobierna sino que se experimenta. Ninguna
Constitución pudo durar al menos una generación, esto es veinticinco años. Ni
siquiera nos hemos dado la oportunidad de saber si la Constitución es la
adecuada o no para el país. Ecuador tiene la discutible distinción de haber
reunido más asambleas constituyentes y aprobado más constituciones que el resto
de países de Latinoamérica, hasta llegar a la Constitución de 2008, la vigésima
en nuestra historia republicana, lo que refleja una persistente inestabilidad
constitucional e institucional, una falta de confianza y fe en las
instituciones del Estado.[1]
Buscamos el cambio por parte de las leyes, y no primero en nosotros mismos. Y
si queremos cerrar viejas heridas, deberíamos empezar por aceptar
responsabilidades individuales y complicidades colectivas, porque no hay animales
puros ni ciudadanos perfectos. Además que nuestro sistema presidencialista ha
sido demasiado rígido, un presidente elegido en las urnas fácilmente pierde el
apoyo político y queda a merced de las fuerzas legislativas y, en última
instancia, de las fuerzas armadas que quiérase o no, ante la debilidad
institucional, se convierten en verdaderos árbitros de la legalidad. Eso se ha
pretendido revertir en nuevos textos constitucionales.
Desde el comienzo republicano, el modelo
constitucional mismo no daba para el cambio real. Nos habíamos quedado en el
paradigma constitucional continental europeo donde la ley es la única
manifestación jurídica idónea de la voluntad general.
Lo que
es la regla en otros países entre nosotros es la excepción. Desde el exterior
somos vistos como problemáticos en el nivel de legitimidad del sistema y de la
tolerancia a las leyes (“Los ecuatorianos no parecen ser muy tolerantes frente
a las opiniones y criterios del resto. En cuanto al apoyo a la legitimidad del
sistema político, tienen una posición negativa. El grado de confianza en los
partidos políticos y en los parlamentos es bastante bajo en el país”, Mitchell
Seligson, catedrático de la U. de Vanderbilt, entrevista en El Comercio, 24 de
noviembre 2008, cuaderno 1, p.5). A primera vista, nos conducimos ad absurdum, de modo ilógico. Empero la
realidad es más compleja que las meras percepciones. Todavía somos una sociedad
en formación. Recordemos que Bolivia, desde su independencia en 1825 hasta
2010, ha tenido el promedio de un presidente de la república cada dos años y
cuatro meses. El presidente Evo Morales, es el modelo boliviano antagónico.
[1] “la capacidad
de una constitución de durar, de no corromperse fácilmente, de no degradarse,
de no convertirse en una constitución opuesta, es uno de los más importantes
-si no el principal- criterios que se emplean para distinguir las
constituciones buenas de las malas”, Norberto Bobbio, La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento
político, Fondo de Cultura Económica, México, segunda edición, 2001, p. 20.
Primera edición en italiano, 1976.